Fusión y Convivencias
El gobierno de Joe Biden, viene presionando a China
para evaluar la mercancía y electrodomésticos que cruzan los océanos hacia
Occidente y, a su vez, develar las investigaciones derivadas del Instituto de
Virología de Wuhan acerca de los ciudadanos infectados en noviembre de 2019,
esto, para cruzar la información sobre el origen de la pandemia y avanzar en el
campo geopolítico ante lo que ha sumergido al mundo como es el globalismo.
Las alarmas ya sonaron
y, constituyen un trago amargo por los picos de muertes y contagios que,
determinan la salida de una estrategia escalonada a principios de mayo 2021,
teniendo en cuenta que el confinamiento está siendo una experiencia durísima para
mucha gente. Pero nada habría más catastrófico que a mediados de julio, la pandemia
volvió a descontrolarse al relajase en exceso las medidas. Mientras, Gobierno y
oposición siguen peleándose en un duelo a garrotazos en medio de la crisis más grave que hemos vivido nunca.
También en este punto lo más difícil viene ahora, 2022 porque Venezuela
necesita para la fase de reconstrucción socioeconómica de grandes pactos, que
por ahora están muy lejos de ser posibles.
Pero la
barbarie que vivimos y las penurias que padecemos son de tal magnitud que no
existe dolor o tristeza alguna ante la imposibilidad de salir a la calle a
llevar a tu Virgen bajo el frio del amanecer u oración a las misas. Y puede
sonar raro o extraño para muchos. Pero es tan real como sincero. El procesionismo puede
esperar. Pues no es nada comparado con poder respirar. Es ridículo cuando no
puedes velar a tu familiar recién muerto. No existe en la mente de quien es
incapaz de abrazar a su ser querido. ¿Cómo imaginar una protestación pública si
ni siquiera puedes estrechar la mano a tu hermano? Igual, vienen fiestas
religiosas de pueblos, a esto me refiero.
Pero no
debemos confundirnos y mirar bien. Salimos con el rostro cubierto y en fe
cristiana. Empleando sobre su cuerpo una penitencia. Un dolor físico y una
exposición ante la dificultad. O si no. Porque, aunque no lo parezca, este año
por venir están celebrándose procesiones internas. Hay muchas Cofradías que han
salido a calle. Con el rostro cubierto. Y haciendo pública protestación de
fe cristiana. Empleando sobre su
cuerpo una penitencia. Un dolor físico y una exposición ante la dificultad. O
si no, ¿Qué están haciendo esas mujeres cuando salen a la calle a dar a quien
más lo necesita? ¿Acaso una furgoneta llena de mascarillas para un hospital no
es un trono? ¿No pesa sobre los hombros de quienes se exponen a un riesgo de
contagio? ¿No cansa sobre la cabeza un capirote que se clava constantemente
ante la necesidad de ayuda hasta que arrancas y te lanzas para echar una mano?
¿No te quema, que ante esta calamidad de vida haya muchos de brazos cruzados?
Tenemos que
orar más, Es tiempo de resurrecciones y almas salvadas. Sigamos gimiendo y
llorando por la paz, porque, hay un aliento y debemos compartir nuestra botija
con los necesitados y recordemos que, hasta los sepulcros están solitarios, la
gente ora, porque algunos políticos nos están robando nuestra vida terrenal. En
esta pandemia, la muerte nos acecha.
Y
trasladándolo a nuestra era, debemos hacer examen de conciencia grupal y
comprender si estamos en el buen camino. Las hermandades de pasión tienen con
fin originario la caridad. Y a eso se le suma la oración pública. Una obra social histórica que en su momento
doblaba el concepto asistencial en dar a quien no tenía y en ofrecer una
sepultura cristiana y digna a quien no podía tenerla.
Y es que Lágrimas y Favores lleva comprendiendo y asimilando
desde hace años el rol que deben jugar los oradores de nuestro tiempo de una
manera pluscuamperfecta. Y por eso nadie se despega de ella. Porque vale
muchísimo más que todo lo que le rodea materialmente. Una oración bien entendida debe prestar un servicio
real y tangible a todo el mundo, siempre que alguien lo precise, y en la medida
de sus posibilidades.
El mundo
entero está con el suspiro sostenido y las lágrimas brotando
de dolor. Un dolor infinito
que únicamente se representa de manera tan veraz en los semblantes
desgarradores de muchas de las imágenes evocadoras de un año que ya pasó. El calendario sigue intacto. Pero nada es como
antes. Ni operación salida ni operación retorno. Carreteras, calles y playas vacías proyectan la
imagen del devastador efecto de la pandemia sobre nuestras tradiciones y
vidas.
Estamos
en desvelo, por una mejor salud y alimentación, sin agua y apagones, es la
Venezuela de hace veinte años.
Mascarillas
por lágrimas. Ésas que están por venir y que nos esperan en un año. Cuando
agradezcamos en San Juan que seguimos vivos y fuimos capaces de ayudarnos juntos como hermanos.
Este año no salimos. Pero el trono pesa más que nunca. Toca sufrir
La lucha que
estamos manteniendo contra el coronavirus tiene unos protagonistas silenciosos
que no podemos olvidar. Me refiero a las víctimas que está causando. “Tenemos
que trabajar unidos y mirar hacia el futuro”, “tenemos que ganar esta
guerra”, “vamos a salir de esta terrible pandemia”, decimos. Pero quienes han
muerto durante la crisis no podrán ni ver ni disfrutar esa victoria. Los
fallecidos constituyen un tributo demasiado elevado que la sociedad está
pagando para salir a flote. Una persona que hubiera fallecido, una sola, sería
un precio excesivo. Pero ya son más de dieciséis mil las que ha habido en
España cuando escribo. Los muertos son de todos. Nos tienen que doler a todos.
Nadie debería utilizarlos como arma arrojadiza contra los adversarios políticos.
Las familias
de los fallecidos nunca olvidarán esta crisis. Porque les ha llevado un ser
querido al que no han podido acompañar en los momentos más duros, al que ni
siquiera han podido dar la mano en el último momento y al que no han despedido
de manera adecuada. Han tenido que darles un adiós cruel en la distancia, una
triste despedida desde lejos de ese féretro que acaso ni han visto. El enfermo
se había convertido en una amenaza de muerte para los suyos y la separación
era, por consiguiente, una dolorosa manifestación de amor.
Cuando he
sabido que los cadáveres se acumulan en el Palacio de Hielo de Madrid porque
las funerarias no dan abasto a los entierros y a las incineraciones, me he
acordado de aquel estremecedor pensamiento del escritor austríaco Franz Werfel:
“La muerte es la congelación del tiempo. El tiempo es el deshielo de la
muerte”. Y he pensado en la tragedia de la separación del fallecido y de sus
seres queridos.
Las
estadísticas de fallecidos y sus representaciones gráficas no muestran la soledad,
la angustia, el dolor o la desesperación. El coronavirus se ha llevado a
abuelos, padres e, incluso, hijos. Se ha llevado a sanitarios, farmacéuticos,
policías y guardias civiles. Sin contemplaciones, sin miramientos, sin piedad,
a veces sin aviso. La muerte ha señalado con predilección un sector
de la población especialmente vulnerable: los ancianos, las ancianas. Más del
85% de los fallecidos tenían más de 70 años. Una cruel preferencia. La muerte
se está llevando a la generación que vivió la guerra, que padeció la hambruna,
que sufrió la dictadura, que luchó por la libertad, que trabajó para que
pudiéramos estudiar, que en la crisis de 2008 aportó sus pobres sueldos para
ayudar a la familia y que luego luchó, a golpe del bastón en que se apoyaba,
por unas pensiones dignas. A ellos y a ellas precisamente. Qué crueldad.
Decía el poeta
Marco Valerio Marcial, nacido en Bilbilis (la actual Tarragona) en el año 64
después de Cristo: “Más triste que la muerte es la manera de morir”. Pues
en el caso de los fallecidos por coronavirus tendremos que reconocer que la
soledad y el aislamiento hacen más triste la muerte. Esta crisis me está
desvelando la importancia de lo cotidiano, el valor de lo habitual. Nunca había
pensado que algo tan lógico y tan natural como estar al lado de un enfermo,
como tomar su mando en los últimos momentos podría estar vedado por una
circunstancia como esta. ¿Cómo no dábamos a valor a esa realidad tan
elemental, tan necesaria?
Estoy leyendo
la obra de Hillary Rodham Clinton sobre sus memorias y es sorprendente que lo
primero que busco es una estadística del sistema sanitario estadounidense, el
Estado confederado más guerrero del mundo era acéfalo y los seguros es
primario. No hay hospitales públicos, todo es privatizado, ¿Cuántos lisiados de
guerra?, ni siquiera tenían derecho a una dipirona o novalcina para aliviar el
dolor. Y la Organización Mundial de La Salud en un hermetismo absoluto y un
silencio absoluto, cada institución viene quedando al descubierto, bajo una
falsedad tenaz y consecuente. Es sorprendente, cuanto uno aprende por leer.
Hay que
reconocer en Daniel Ortega Saavedra ser un buen dirigente y gobernante, cuyo
resultado es unas loas para el movimiento sandinista, un solo caso y todos
trabajando para sostener la economía y bien vivir, nadie puede lanzar un
material, artefacto o basura a la calle. Las consecuencias son nefastas,
detención preventiva o multas, hay que respetar las leyes y un ordenamiento
jurídico dado por el pueblo. Ese es el verdadero cívico- militar. No lo que
ocurre en Venezuela.
. Mascarillas y
Favores. Algo así se dejaba leer en una foto en la que se veían palets de
material que salvará vidas y en el que se leía el nombre de una Virgen. Claro
por televisión, vuelve la religiosidad.
A esas
familias que han sido marcadas por la muerte de un ser querido se les habrá
helado la sonrisa ante el último meme ingenioso, se les habrá marcado un
rictus de angustia ante la última broma. Solo les quedarán como recuerdo las
lágrimas y la soledad de su difunto.
Acabo de leer
en estos días de encierro la novela de Isabel Allende “Largo pétalo de mar”.
Poco antes de morir Roser, la protagonista, le expresa a su marido Víctor
Dalmau su deseo más hondo: “No me lleves al hospital por ningún motivo, quiero
morir en nuestra cama, tomada de tu mano”. Es comprensible ese deseo
de abandonar el mundo de la mano de un ser querido. Y en la propia casa.
Muchas personas que nos están dejando en estos días no han tenido esa elemental
posibilidad. Se han ido solos entre las frías paredes de un hospital. Tristeza
para quien se va. Inmensa tristeza para quienes se quedan.
A
continuación, Isabel Allende describe la muerte de Roser con estas palabras:
“Víctor se echó a llorar como un crío, con sollozos desesperados. Roser lo
dejó llorar hasta que se le agotaron las lágrimas y se fue resignando a aquello
que ella había aceptado hacía varios meses. “No voy a permitir que sufras más,
Roser”, fue lo único que Víctor pudo ofrecerle. Ella se acurrucó en el hueco de
su brazo, tal como hacía cada noche, y se dejó mecer y arrullar hasta que se
durmió. Ya estaba oscuro…”. Una forma más digna de morir que la que estamos
padeciendo.
La muerte es
algo excesivo, definitivo, irremediable. Decimos una y otra vez: esto también
pasará, saldremos de esta pandemia unidos, venceremos al virus… Y así
será. Pero algunos no lo verán. Porque se habrán ido para siempre. Es a ellos y
a ellas a quienes deseo dedicar estas líneas. Y a sus familiares que les han
dicho adiós agitando el pañuelo desde la lejana orilla. Un adiós definitivo.
Pobres muertos
de coronavirus. Pobres familiares y amigos, que no han podido despedirles de
una manera digna. Creo que es lo más cruel que nos está deparando la
pandemia. Está imponiendo una forma de morir inhumana. Está llevándose a
muchas personas mayores y a otros que no lo son tanto de una forma terrible.
¿Habrá que
preguntarles a los chinos y el equipo que hacían experimentaciones, a espaldas
de la OMS, una respuesta? Ya Donald Trump dio la primera y fue muy contundente.
Solo se habla
del origen de esta crisis a través de mensajes de WhatsApp. No hay una
información oficial sobre tan importante cuestión. Parece que es un tema tabú.
¿Qué sentirían los familiares de los fallecidos si conociesen que la
pandemia ha sido diseñada, planificada y extendida como una operación destinada
a favorecer el control económico mundial? ¿Cómo perdonar tamaña perversidad?
¿Cómo seguir manteniendo el orgullo de pertenecer al género humano? No hay otra
especie animal capaz de imaginar y llevar a cabo un plan tan perverso para
sus semejantes. ¿A qué llamamos progreso? ¿Qué es el conocimiento sin valores?
Que el patrón de
belleza depende del modelo económico que marca cada época es algo del todo
constatable. Si observamos las elegidas en los concursos de belleza que ya se
celebraban a finales del siglo XIX las encontraremos más bien orondas, se diría
que tirando a rollizas y muy blancas de piel. Gordura y blancura eran síntomas
de la buena posición de la señorita, pues denotaba que comía bien y que no
trabajaba a pleno sol, y que el único oficio que se le iba a exigir, el de
paridora, lo iba a desempeñar con desahogo. La belleza, asociada a la riqueza,
era privilegio de esos pudientes que constituían la raza superior. Por eso
cuando Rubens ha de pintar a las tres diosas más bellas del Olimpo o a las tres
Gracias, emblemas del encanto femenino, no duda en dotarlas de toneladas de
carnalidad y marcadas celulitis en el poderío de sus cuerpos desnudos.
Algún crítico actual
podría decir del pintor barroco que estaba afectado por un defecto de visión o
de quién sabe qué patología mental, pero nada de eso, pues el alemán se
limitaba a plasmar el ideal generalizado, o sea, lo que gustaba a todo el mundo
por aquellos tiempos. La pobreza era un asunto poco estético, ya que no se
trataba sólo de que la falta de nutrientes diese delgadez a sus víctimas, sino
que también las despojaba pronto de piezas dentales y en las labores del campo
les arrugaba la piel hasta parecer ancianas a los treinta años.
Tuvo que llover mucho
para que los costumbristas en pinturas y narraciones elogiasen los encantos de
la mujer popular, juncal y morena. El contexto se prestaba a idealizar todo lo
relacionado con la existencia de los humildes, que, según esta edulcoración, pese
a su escasez de recursos y la crudeza de sus labores eran felices a su manera
con su sencillo hedonismo, sus pasiones primarias y su facilidad para el cante,
el baile y el toreo. Resultó que el asunto de las clases era cuestión de
genética y, como orden natural, incuestionable; tanto sus ocupaciones, como sus
aficiones y hasta su peso.
Que el patrón cambiase
se debió también a los nuevos movimientos de la industria; el Prêt à
porter, la influencia de las divas de cine y la necesidad de hacer de las
playas rentables destinos turísticos inspiró deseos incluso en las aristócratas
de ser juncales y morenas. Esto atrajo el negocio de la dietética, la
liposucción y se extendieron entre las féminas enfermedades como anorexia y
bulimia.
Con ese modelo
creíamos que nos íbamos a quedar para siempre, pero salta a la vista en un
paseíto por el mundo exterior que la obesidad de estilo Rubens está a la orden
del día en playas y piscinas, donde es frecuente y, cada vez más, contemplar
bellezas juveniles con más de ochenta y noventa quilos en el cuerpo. Sin
embargo, esta nueva tendencia al sobrepeso ya no es como antaño síntoma de
prosperidad, pues muy bien al contrario se presenta mayormente en las clases
bajas ¿cuál sería la explicación a tal fenómeno?
Pues, en fin, ni más
ni menos que la comida basura que ha impuesto nuestro imperio globalizado con
capital en Nueva York. Cuando en nuestros primeros viajes a la ciudad de
los rascacielos nos sorprendía ver como otra atracción pintoresca la cantidad
de extra obesos que circulaban por sus calles, no podíamos sospechar que este
panorama se hiciese habitual en las nuestras, mas, le voilà, la comida rápida
(fast food) se ha instalado en nuestros hábitos de vida y hace estragos, sobre
todo, entre los sectores de menor poder adquisitivo, pues es muy barata y
sacia deprisa, ya que su base es pura grasa y sus aditamentos salsas
hipercalóricas con gran cantidad de azúcar, que incluso se usan para aliñar las
ensaladas “listas para llevar” de los supermercados.
Esta comida rápida, no
por casualidad llamada “comida basura” se ha colado en los hábitos alimenticios
por las condiciones en las que se desarrollan unas jornadas laborales que dan
poco hueco para el almuerzo.
Si pensamos, además,
las distancias que puede haber en las grandes ciudades entre el lugar de
trabajo y el domicilio del trabajador, se perfila imposible que regrese a
casa a prepararse la comida y que, cuando pueda hacerlo después de cumplir un
largo horario y viajar no corto trayecto entre el caos del tráfico a hora punta,
le queden sino las energías justas como para comerse una bolsa de patatas con
sabor a Bacon frente al televisor; comida basura y telebasura son grandes
aliadas en las veladas nocturnas de muchos ciudadanos.
Los jóvenes que se
incorporan al mercado laboral ya se dan por satisfechos con “esa gran suerte” y
ni se plantean que el horario que cumplen sea coherente y racional. Con
respecto a la comida ya hay generaciones que no han conocido sino el fast food,
lo que se explica por la desaparición de una figura imprescindible para la
calidad de vida: el ama de casa, que era quien pasaba toda una mañana entre la
compra y la cocina para hacer guisos saludables.
Cambiado el modelo
familiar y las pautas de los mercados laborales, muchos chicos todavía en edad
escolar al regresar a su casa, se han habituado a encontrarla vacía, lo que
implica el acto recurrente de sacar la pizza del congelador y meterla en el
microondas.
Los buenos modales
como la cocina se aprenden en casa, de modo que si ésta está vacía y las calles
inundadas de fast food mal augurio se pronostica. Pues el oficio de ama de casa
o amo de casa es necesario, por lo argumentado, para la buena salud de la
sociedad, habría que volverlo a crear con categoría de remuneración y ofertar
cursos de formación para desocupados. Alumnos no iban a faltar.
Mientras, los
laboratorios hicieron el resto, elaborando pastillas azules, programas para
limitar la población, hasta llevar bacterias a la población desde el ébola,
HIV, dengue, zika, Kinkuya hasta llegar al coronavirus.
Una abrumadora mayoría
del 91,4 por ciento de los residentes de este mundo quiere que cuando se supere
la pandemia de la COVID-19 se haga un "esfuerzo especial" para
afrontar la crisis económica mediante "grandes acuerdos", frente a un
8,2 por ciento que prefiere que cada partido plantee sus propias alternativas.
Así se constata en una de las preguntas recogidas en el barómetro especial de
abril del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), donde se pulsa mediante
entrevistas telefónicas a los ciudadanos confinados en sus casas su opinión
sobre la crisis del coronavirus.
Esperemos.
-* Escrito por Emiro
Vera Suárez, Profesor en
Ciencias Políticas. Orientador Escolar y Filósofo. Especialista en Semántica
del Lenguaje jurídico. Escritor. Miembro activo de la Asociación de Escritores
del Estado Carabobo. AESCA. Trabajo en los diarios Espectador, Tribuna Popular
de Puerto Cabello, y La Calle como coordinador de cultura. ex columnista del
Aragüeño
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